A 25 AÑOS DEL GOLPE - CINE: LAS LISTAS NEGRAS, LA CENSURA, LOS EXILIOS
Ojos vendados.
El Ente de Calificación censura cientos de películas mientras los cineastas locales se someten a un férreo control temático. Directores prohibidos, desaparecidos, exiliados. Y un cine oficialista y adocenado.
RICARDO GARCIA OLIVER
El golpe militar fue tan devastador como un huracán. No quedó nada en pie. Casi nada. En uno solo de los cargos clave el funcionario del gobierno peronista siguió en el puesto. Al cine le tocó el privilegio. Fue Miguel Paulino Tato, quien desde 1974 estaba al frente del llamado Ente de Calificación Cinematográfica; para el vulgo, con justicia, la censura. Personaje inefable, una de cuyas frases hechas era "¡Hitler tenía razón!", que había sido periodista, cronista cinematográfico y hasta ocasional cineasta, dejó su deplorable gestión anterior a la altura de un garbanzo, prohibió películas que estaban autorizadas, incluso alguna que ya se había estrenado, y hasta llegó a chocar, en su exceso de celo, con las mismísimas autoridades militares del Instituto Nacional de Cinematografía (organismo en manos de la Aeronáutica).Se inició entonces una etapa luctuosa para nuestro cine. Confirmando una vez más que el sueño de la razón engendra monstruos, ese nuevo estado de cosas produjo desde tragedias hasta ridiculeces —cineastas desaparecidos como Raymundo Gleyzer o Pablo Szir, pero también alguna joven, familiar de cierta autoridad, tratando de incursionar en la alcoba de Lino Ventura durante una visita del actor francés a Buenos Aires— y desde el punto de vista artístico, expresivo y cultural retrotrajo trágicamente a un cine que, con apenas los meses de respiro creativo del 73, se había reposicionado de manera notable.Los artistas exiliados se multiplicaron, proliferaron las listas negras; los productores, que estaban obligados a dar hasta el último detalle de lo que pensaban filmar y con quién, recibían de vuelta sus proyectos: "El número 5 no corre, el número 14 tampoco". Aunque hubo procedimientos más siniestros aún; en ocasiones, el "cast" o el equipo técnico eran rechazados sin explicaciones; entonces, los afectados empezaban a testear y cambiar nombres por su cuenta, ellos mismos "marcaban" gente, oficiaban de delatores indirectos.Cualquier intento de contabilizar las películas prohibidas en esos años de plomo resulta estéril, insuficiente, porque son incontables las que nadie se animó a filmar, o a traer al país.Leopoldo Torre Nilsson, ese persistente cuestionador, ya no puede filmar (ver Un símbolo), pero debuta en la dirección Ramón Palito Ortega, con Dos locos en el aire (1976), a la que seguirá Brigada en acción en 1977. Los proyectos tendientes a dar un perfil simpático de las fuerzas armadas eran declarados de interés especial y el crédito salía como por un tubo.La fiesta de todos, que dirige Sergio Renán escudado en su reconocida pasión futbolera, es una sucesión de sketchs de escasa gracia —alguno con el relator José María Muñoz— sobre el Mundial 78, que a costo altísimo produce una empresa (Arbol Solo S.A.) totalmente desconocida en el ambiente. En el INC recomiendan hacer películas como ésa, o la bucólica El mundo mágico de la María Montiel, del debutante Zuhair Jury; claro, hablaba de personajes pobres pero soñadores, que no acusan la menor insatisfacción social.Otro debut de 1978 fue el de Adolfo Aristarain. La parte del león pasó la censura por ser, formalmente, un policial. Pero la gente entendió en toda la ambición y el rencor de sus personajes una suerte de mensaje cifrado. En otra obra del mismo director, Tiempo de revancha (1981), Federico Luppi es un gremialista que se corta la lengua para no hablar. En La isla (1979), de Alejandro Doria, un montón de personajes se recluye sin saber por qué. Los dos últimos títulos fueron formidables éxitos. Al público de aquel entonces parecían agradarle las alegorías, las segundas lecturas y los metamensajes.Por lo menos, hasta la guerra de Malvinas. Después de ella, al régimen militar, que prometía continuar hasta después del año 2000, se le cayó la guardia. Y mientras preparaba su retirada, sin proponérselo y sin la menor convicción, fue aflojando la soga. Así pudo estrenarse y ser otro gran éxito Plata dulce (1982), de Fernando Ayala, y pudieron ser filmadas, antes de la democracia, Espérame mucho, de Juan José Jusid (eso sí, denunciada por la entonces fiscal Servini de Cubría), No habrá más penas ni olvido, de Héctor Olivera, y La República perdida, de Miguel Pérez. El afiche de esta última mostraba su efigie, con los ojos vendados. Así era.
Ojos vendados.
El Ente de Calificación censura cientos de películas mientras los cineastas locales se someten a un férreo control temático. Directores prohibidos, desaparecidos, exiliados. Y un cine oficialista y adocenado.
RICARDO GARCIA OLIVER
El golpe militar fue tan devastador como un huracán. No quedó nada en pie. Casi nada. En uno solo de los cargos clave el funcionario del gobierno peronista siguió en el puesto. Al cine le tocó el privilegio. Fue Miguel Paulino Tato, quien desde 1974 estaba al frente del llamado Ente de Calificación Cinematográfica; para el vulgo, con justicia, la censura. Personaje inefable, una de cuyas frases hechas era "¡Hitler tenía razón!", que había sido periodista, cronista cinematográfico y hasta ocasional cineasta, dejó su deplorable gestión anterior a la altura de un garbanzo, prohibió películas que estaban autorizadas, incluso alguna que ya se había estrenado, y hasta llegó a chocar, en su exceso de celo, con las mismísimas autoridades militares del Instituto Nacional de Cinematografía (organismo en manos de la Aeronáutica).Se inició entonces una etapa luctuosa para nuestro cine. Confirmando una vez más que el sueño de la razón engendra monstruos, ese nuevo estado de cosas produjo desde tragedias hasta ridiculeces —cineastas desaparecidos como Raymundo Gleyzer o Pablo Szir, pero también alguna joven, familiar de cierta autoridad, tratando de incursionar en la alcoba de Lino Ventura durante una visita del actor francés a Buenos Aires— y desde el punto de vista artístico, expresivo y cultural retrotrajo trágicamente a un cine que, con apenas los meses de respiro creativo del 73, se había reposicionado de manera notable.Los artistas exiliados se multiplicaron, proliferaron las listas negras; los productores, que estaban obligados a dar hasta el último detalle de lo que pensaban filmar y con quién, recibían de vuelta sus proyectos: "El número 5 no corre, el número 14 tampoco". Aunque hubo procedimientos más siniestros aún; en ocasiones, el "cast" o el equipo técnico eran rechazados sin explicaciones; entonces, los afectados empezaban a testear y cambiar nombres por su cuenta, ellos mismos "marcaban" gente, oficiaban de delatores indirectos.Cualquier intento de contabilizar las películas prohibidas en esos años de plomo resulta estéril, insuficiente, porque son incontables las que nadie se animó a filmar, o a traer al país.Leopoldo Torre Nilsson, ese persistente cuestionador, ya no puede filmar (ver Un símbolo), pero debuta en la dirección Ramón Palito Ortega, con Dos locos en el aire (1976), a la que seguirá Brigada en acción en 1977. Los proyectos tendientes a dar un perfil simpático de las fuerzas armadas eran declarados de interés especial y el crédito salía como por un tubo.La fiesta de todos, que dirige Sergio Renán escudado en su reconocida pasión futbolera, es una sucesión de sketchs de escasa gracia —alguno con el relator José María Muñoz— sobre el Mundial 78, que a costo altísimo produce una empresa (Arbol Solo S.A.) totalmente desconocida en el ambiente. En el INC recomiendan hacer películas como ésa, o la bucólica El mundo mágico de la María Montiel, del debutante Zuhair Jury; claro, hablaba de personajes pobres pero soñadores, que no acusan la menor insatisfacción social.Otro debut de 1978 fue el de Adolfo Aristarain. La parte del león pasó la censura por ser, formalmente, un policial. Pero la gente entendió en toda la ambición y el rencor de sus personajes una suerte de mensaje cifrado. En otra obra del mismo director, Tiempo de revancha (1981), Federico Luppi es un gremialista que se corta la lengua para no hablar. En La isla (1979), de Alejandro Doria, un montón de personajes se recluye sin saber por qué. Los dos últimos títulos fueron formidables éxitos. Al público de aquel entonces parecían agradarle las alegorías, las segundas lecturas y los metamensajes.Por lo menos, hasta la guerra de Malvinas. Después de ella, al régimen militar, que prometía continuar hasta después del año 2000, se le cayó la guardia. Y mientras preparaba su retirada, sin proponérselo y sin la menor convicción, fue aflojando la soga. Así pudo estrenarse y ser otro gran éxito Plata dulce (1982), de Fernando Ayala, y pudieron ser filmadas, antes de la democracia, Espérame mucho, de Juan José Jusid (eso sí, denunciada por la entonces fiscal Servini de Cubría), No habrá más penas ni olvido, de Héctor Olivera, y La República perdida, de Miguel Pérez. El afiche de esta última mostraba su efigie, con los ojos vendados. Así era.
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