¿BOOM, “NUEVA OLA” O ENTRADA A LA REPÚBLICA MUNDIAL DEL CINE?
Pablo Gasparini
La pantalla se concentra en los vientres. Cuerpos imperfectos, de ancianos y de maduras mujeres. Los brazos, flácidos, arrastran, sin energía, algunas desvencijadas tumbonas. Ese chirrido del metal contra un piso de losa es todo lo que escuchamos. ¿Qué es lo que aquí sucede?
Estamos viendo el comienzo de La ciénaga, la película que en el año 2000 lanzó a su directora, la joven argentina Lucrecia Martel, a la consideración internacional.
Pasados algunos instantes, el panorama se aclara: se trata de un grupo de adultos (algo decadentes) arrojados al sol y sumamente borrachos. Todos se hallan al borde de una piscina infecta, que, por falta de mantenimiento, parece ser el elemento que justifica el título de este premiado film; aunque el sentido del mismo, además de pretextarse en la ciénaga “real” donde los jóvenes practican disparos sobre los restos de una vaca pútrida, haya que buscarlo en el trasfondo simbólico y existencial de cierto sentimiento de detención y expectativa trágica que supura durante el aceitado timing de este film.
Como en otras realizaciones de lo que ha pasado en llamarse "nuevo cine argentino", no encontraremos por aquí los héroes esclarecidos ni los mártires políticos que abundaron en el cine de este país de forma inmediatamente posterior a la reanudación de la democracia (1983). Se diría que de cierta vocación por lo explícito, se ha pasado al fino hallazgo de lo cotidiano, una perspectiva que también aflora en Valentín de Alejandro Agresti, Historias mínimas de Sorín o la precursora Pizza, birra y faso de Adrián Caetano. Lo peculiar de Martel, sin embargo, es hablar de lo cotidiano desde el conflicto inherente al enfrentamiento de generaciones, o más bien de edades. Como también ocurre en su segundo film, La niña santa (2004), el mundo de los adultos y el de los jóvenes o adolescentes parecen mutuamente alienados. No hay contactos, a no ser los puramente formales y una amarga intuición especular que hace de los jóvenes pequeños monstruos y promisorios remedos de sus ya agotados padres. Ninguna esperanza de cambio o de renovación, ninguna nueva ola (¿nouvelle vague?) que remueva la estática superficie de las siempre pantanosas piscinas. Y sin embargo...
Argentina posee, actualmente, más de 12.000 estudiantes de cine (una cantidad superior a la de toda la Unión Europea), y -como lo advierte Sorín en un reportaje- con algo menos de lo que a Hollywood le cuesta hacer una película de bajo costo, se ruedan en el país entre 50 y 60 por año (de las cuales una buena parte logra una espectacular repercusión en los mejores circuitos de premios internacionales). Si bien con otras particularidades, el fenómeno de reconocimiento y de aumento del número de realizaciones se da en otros países latinoamericanos, principalmente en Brasil y en México. En el primero de estos países, podemos citar el éxito (incluso comercial) de Central do Brasil de Walter Salles, y de películas que como Cidade de Deus de Fernando Meirelles-Kátia Luna (2002) o Amarelo Manga de Cláudio Assis (2002), promueven relecturas de los sectores excluidos de la sociedad brasileña de la mano de una agilidad técnica y destreza narrativa antes inaudita. ¿Estamos, en efecto, presenciando los efectos de una ola de nuevos directores y de experiencias cinematográficas antes extrañas en América latina?
Tal vez sea útil recordar que, hacia 1959, cuando el término "nouvelle vague" ya estaba bastante afirmado en Francia, el afamado Chabrol declaró que el mismo no era más que una invención de la revista L'Express para definir de alguna manera una generación de nuevos directores, pero que, de hecho, no existía ninguna nueva ola y que si, en todo caso, esa nueva ola existía, lo importante era saber nadar. Quizás lo mismo pueda decirse de esta “nueva generación" latinoamericana, pese a los intentos de amalgamar o de dar un sentido unitario a la misma. En ocasiones, ese sentido se ha buscado en la demudada realidad social y política de América latina. Así, Alfonso Cuarón (director mexicano de peliculas tan diversas como Y tu mamá también y la global Harry Potter and the Prisoner of Azkaban) liga la “explosión creativa” del cine latinoamericano al fin de los gobiernos militares en la región. Según el mexicano, los grandes movimientos cinematográficos se sucederían unos quince años después de grandes cambios sociales. De este modo, así como el cine iraní habría logrado posicionarse tres lustros después de la caída del Sha, el cine latinoamericano se afirmaría luego de que pasara igual período de tiempo desde las cruentas dictaduras de los años setenta y ochenta.
Más allá de concordar o no con la tesis de Cuarón, lo cierto es que el mexicano prefiere hablar de "explosión" para referirse a la nueva realidad cinematográfica de la región. La palabrita -explosión-no es nueva ni ingenua. Por atrás de la misma se halla su par inglés, “boom”, que ya ha sido utilizado para explicar –o más bien para rubricar- la retumbante calidad de las producciones culturales latinoamericanas. Ya en los años ’60 tuvimos el boom de la literatura de esta parte del mundo: un fenómeno editorial que internacionalizó a los escritores que aún hoy en día (ya sea como modelos a seguir o a matar) continúan siendo los patriarcas de las letras latinoamericanas.
Pero, ¿Cuarón tiene razón? ¿Este boom es hijo directo de la redemocratización de América Latina? Comparar el momento histórico-político de aquel boom (el literario de los ’60) con el que, aparentemente, correspondería al boom del cine actual, no podría dejar de ser más revelador. El boom de los ’60 parece ser el tiempo de lo promisorio. Por cierto, prestigiosos críticos y teóricos de la región, como Ángel Rama, han explicado el mismo por variables que hoy serían envidiables: aumento masivo del público universitario y, por ende, de la capacidad de lectores refinados; la existencia y auge de centros editoriales brillantes en Buenos Aires y México D.F.... la promesa de cambio social que la Revolución Cubana del '59 aportó a la región. Contra ese tiempo de la esperanza, el aparente boom del cine latinoamericano se da, obviamente, en circunstancias radicalmente diferentes. Los tiempos hoy, de hecho, son otros, y por su lacerada criba, han pasado frustraciones (como ya, en 1971, el resonante “caso Padilla”), terror oficializado (Pinochet, Videla, Stroessner...) y hasta una penosa guerra (Malvinas), sin hablar de una redemocratización formal y neoliberal que llevó ya sea al colapso económico (Argentina) o a un desarrollo que más bien parece aprovecharse de la desigualdad social antes que buscar erradicarla (los fragantes casos de México y de Brasil, este último decimosegunda economía mundial y ,a la par, quinto país más desigual del mundo).
Ante esto, no llama la atención qué es lo que se respira en este cine. Tanto en La ciénaga, como en otras realizaciones –entre ellas la formidable Whisky de los uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll- no sólo podemos encontrar referencias explícitas o laterales a la debacle latinoamericana, sino también adentrarnos en un clima viscosamente espeso y refractario a todo glamour. Por cierto, desde el uruguayo Onetti o el norteamericano Faulkner, ya sabemos que la descomposición y la precariedad son, estéticamente, más ricas que la armonía y la seguridad; una lección que este cine utiliza para corroer el aparente calmo velo de lo cotidiano y exponer, tras el mismo, la percudida y conflictiva trama social que esa cotidianeidad dejaba oculta. Así, no sólo se trata, en Martel, de la recíproca hostilidad entre padres e hijos, sino que esa reciprocidad se desplaza también a otras series, la de mujeres y hombres por ejemplo, o, incluso, a la de “indios” y descendientes de europeos: todo un conjunto de relaciones que Martel (des)teje a través de un saber no sólo de imágenes sino también discursivo, un claro saber sobre el diálogo entre géneros y clases sociales que nos lleva a preguntarnos si el "nuevo cine argentino" no podría descender del (trunco) deseo cinematográfico de Manuel Puig. Por otro lado, más allá de la impactante Cidade de Deus (por la cual Meirelles ha sido en ocasiones acusado de maquillar o “cosmetizar” la realidad social brasileña), Amarelo Manga de Assis, nos depara frente a una Recife sórdida y a una vasta galería de personajes marginales exhibidos (a igual que Martel y a pesar de las diferencias formales) de manera impecablemente impiadosa (¿la regla?: intentar no caer en ningún cliché, en ninguna tranquilizadora redención).
¿Estos trazos en común, indicarían entonces que, de hecho, existe un boom del cine latinoamericano? Daniel Burman, director que con El abrazo partido (2006) logró el premio especial del jurado en el festival de Berlín, ha deslegitimado, por lo menos para el caso de su país, la Argentina, esta idea. Más que de boom, una categoría que nada explica y que sólo percibe el fenómeno, habría que hablar -afirma Burman- de espacios de resistencia. El boom, de hecho, no surge ex nihilo, y tendría que ver tanto con una historia de cine consolidada (que ha tenido, si se quiere, diversas eclosiones a lo largo de estas últimas décadas), como -debe decirse- a políticas públicas de apoyo estatal (el caso del cine brasileño) o de fondos de fomento generados a partir de los propios ingresos de cine (el caso de Argentina).
Sin embargo, contra Burman, habría que decir que la comprensión del fenómeno como boom parece inherente al raudo proceso de internacionalización del cine latinoamericano. Por cierto, para el francés, japonés, o australiano que elige un “film argentino” (como podría elegir un "film coreano", “un film mexicano” o un “film iraní”) se trata más bien de una apuesta por el cine de la diversidad -contrario a las leyes masificadoras de Hollywood- antes que una elección guiada por el conocimiento acabado de la génesis y razón de determinado cine "nacional". En todo caso, si ocurre en el cine de hoy algún tipo de meshing que posibilita aquella internacionalización, esta debe pagar el mismo precio que Pascale Casanova señaló, en La République mondiale des Lettres (1999), como propia de la “universalidad literaria parisina”: toda trascendencia por fuera de las fronteras nacionales se paga al precio de cierta a-historicidad y de una desconsideración flagrante para con los factores locales que permitieron la emergencia de determinada obra. De allí la sanción de fórmulas de comprensión rápidas (boom, nueva generación, etc.).
Por lo pronto, para retomar a Chabrol, es necesario nadar (y navegar). Bien por el cine. Y, aún mejor, por la siempre resistente América Latina.
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